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Antes de que hubiese día, se reunieron los dioses en Teotihuacan y dijeron: “¿quién alumbrará el mundo?
Un dios rico llamado Tecuzitécatl, dijo “yo tomo el cargo de alumbrar el mundo”.
“¿Quién será el otro?”, preguntaron. Como nadie respondía, se lo ordenaron a otro dios que era pobre, llamado Nanahuatzin.
Después del nombramiento, los dos comenzaron a hacer penitencia y a elevar oraciones. El dios rico ofreció plumas valiosas de un ave que llamaban quetzal, pelotas de oro, piedras preciosas, coral e incienso de copal. Nanahuatzin ofrecía cañas verdes, bolas de heno y espinas de maguey cubiertas con su sangre.
A la medianoche se terminó la penitencia y comenzaron los oficios. Los dioses regalaron al dios rico un hermoso plumaje y una chaqueta de lienzo y al dios pobre, una estola de papel.
Después encendieron fuego y ordenaron al dios rico que se metiera dentro. Pero tuvo miedo y se echó para atrás. Lo intentó de nuevo y volvió a retroceder, así hasta cuatro veces.
Entonces le tocó el turno a Nanahuatzin que cerró los ojos y se metió en el fuego y ardió.
Cuando el rico lo vio, le imitó.
Los dioses se sentaron entonces a esperar de qué parte saldría Nanahuatzin; miraron hacia Oriente y vieron salir el Sol muy colorado; no le podían mirar y echaba rayos por todas partes. Volvieron a mirar hacia Oriente y vieron salir la Luna.
Al principio los dos dioses resplandecían por igual, pero uno de los presentes arrojó un conejo a la cara del dios rico y de esa manera le disminuyó el resplandor. Todos se quedaron quietos sobre la tierra; después decidieron morir para dar de esa manera la vida al Sol y la Luna.
En el mismo orden en que entraron en el fuego, los dioses aparecieron por el cielo hechos Sol y Luna.
Desde entonces hay día y noche en el mundo.