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Hubo una vez, un emperador muy rico y poderoso que tenía una hermosa hija llamada Iztaccíhuatl, la princesa estaba enamorada de Popocatépetl un joven guerrero, inteligente y valeroso. El emperador veía con agrado el matrimonio de su hija con el joven guerrero.
Aquella era una época de grandes batallas entre los diferentes pueblos que luchaban por controlar el Valle de México, y cuando Iztaccíhuatl y Popocatépetl iban a celebrar su boda, los ejércitos enemigos declararon la guerra al imperio, así que como buen guerrero, Popocatépetl tuvo que cumplir su misión.
El emperador reunió a sus guerreros y le confió la misión de dirigirlos en los combates.
Así partió ilusionado en cumplir su encargo lo más pronto posible para regresar a desposar a la bella Iztlaccíhuatl, quien paciente esperaba la hora de que su amado llegara victorioso y poder vivir juntos por siempre.
Tras varios meses de combate, Popocatépetl logró vencer a sus enemigos, pero antes de que el emperador supiera de la victoria, unos guerreros envidiosos le mintieron anunciándole que éste había muerto en combate. Iztaccíhuatl escuchó la noticia falsa y lloró amargamente. La princesa dejó de comer y cayó en un sueño profundo, sin que nadie lograra despertarla.
Cuando Popocatépetl regresó victorioso supo lo que le había sucedido a su amada, la cargó en sus brazos, tomó una antorcha y salió del palacio y nadie volvió a verlos.
Después de varios días, todas las personas del Valle de México se asombraron al ver dos montañas muy altas que habían surgido de la tierra. Se trataba de dos volcanes.
Cuando el emperador los vio, dijo a su pueblo: “Iztaccíhuatl y Popocatépetl murieron de tristeza porque no podían vivir el uno sin el otro. El amor los ha trasformado en volcanes y su corazón fiel arderá como una flama para siempre”.